Me duele todo. Camino como un robot mal engrasado y tengo la cara roja como una manzana, pero estoy realmente contenta.
Ayer por la tarde volví del Valle del Jerte (Extremadura, España) en un intento por contemplar y fotografiar los famosos cerezos en flor que otros años por estas fechas inundan esa zona.
Pero he allí que la naturaleza tiene también sus caprichos y sus estados de ánimo y había decidido, (por supuesto sin comunicárnoslo), que aún no nos regalaría esa estampa de flores blancas y rosadas. La verdad, es comprensible, con el frío que ha hecho este invierno, a mí si fuera arbolito tampoco me darían ganas de florecer.
En fin, que ya estando allí pensamos que a falta de un mejor plan haríamos la ruta de senderismo organizada que ofrecía el ayuntamiento de Jerte en su página web: nada más y nada menos que 21 kilómetros por las montañas que rodean el Valle del Jerte.
Total ¿qué son 21 kilómetros?… Total ¿qué importa que durante el resto del año no haga más ejercicio que el de los dedos de las manos saltando sobre el teclado?…. Total ¿qué más da que el sol brille a toda asta y no hayamos traído ningún tipo de protector solar?…y total ¿qué importa que mi condición física a los 29 sea la de una mujer fumadora de 70 años? (y eso sin fumar). ¡Qué más da! Pues allá vamos. Y allá fuimos, Javier, mi voluntad y yo con mis botas nuevas de montaña, repito NUEVAS y mi impermeable rojito listo para los chubascos que no llegaron nunca.
Comenzamos la ruta a las 9 y algo de la mañana, con un poco de retraso porque había muchísima gente que iba a hacer el recorrido y había subgrupos dentro del grupo, casi toda gente experimentada y fan de las «rutas de montaña» y «senderismo» que al parecer es un deporte con muchos seguidores.
Había de todo, pero me sorprendió ver a más de un sesentón y a cuatro o cinco señores cargando unas barrigas que debían pesar por sí solas unos 10 o 12 kilos (peso neto), y ante esa competencia lo mejor era poner cara de felicidad y fingir estar fresca como una lechuga aún cuando sentía que cada centímetro de mi cuerpo me pedía a gritos que me desparramara en el pastito al lado del río.
Los descansos fueron breves y casi contraproducentes, apenas daba tiempo de alcanzar a la cabeza del grupo que nos llevaba una enorme ventaja, solo para ver con tremenda frustración, cómo cuando por fin lográbamos llegar hasta donde habían hecho la pausa, ellos habían terminado ya de comer, beber, mear y reposar y emprendían de nuevo la marcha. En este punto debo decir que ya me había advertido Javier que no debíamos quedarnos al final del grupo porque entonces nunca te da tiempo de descansar; pero yo que iba en plan fotógrafa y no sabía aún lo que me esperaba por delante tardé tiempo en darme cuenta de que tenía (como casi siempre en estos casos) toda, todita la razón. Pero a estas alturas era ya demasiado tarde para compensar la desventaja con la que caminábamos y había que hacer un triple esfuerzo para no quedarnos demasiado rezagados y evitar perdernos en esos montes de dios.
Con todo y todo llegué hasta el final, después de ver 5 hectáreas de cerezos pelones, tres de los cuales tuvieron la amabilidad de echar unas cuantas florecillas nomás por pura cortesía. Y lo curioso es que me sentí genial, bueno, cuando conseguí sentirme, porque al principio no sentía nada jejeje. Y, dado que una de las mejores cosas de caminar y caminar es que uno puede llegar a ese estado de no pensar en nada más que no sea lo estrictamente necesario para ordenar a la pierna que levante el pie y lo mueva 20 centímetros más adelante, he tenido un solo pensamiento profundo, pero creo que realmente valioso en las 9 horas que duró la caminata y aquí lo comparto con ustedes: «Hay lugares a los que no se puede llegar en coche y rezo porque así siga siendo».
Si, si, pero en realidad lo que más te gustó fué el chocolate con churros que nos dieron al llegar y la super revista de montañismo que nos dieron a media caminata para que cargaramos el resto del trayecto… una experiencia irrepetible, ¿qué no? 😀