En el año 2020 el mundo pasó por una crisis. La realidad, la frágil realidad en que vivíamos parpadeó mostrando un fallo en el sistema y cuando abrimos los ojos ya éramos otros. Asustados, confundidos y ansiosos, nos refugiamos en nuestras casas (los que las teníamos), en nuestros ordenadores, en nuestros refrigeradores. Comenzamos a prestar muchísima atención a las ventanas y a las puertas, a nuestras manos y a nuestra respiración. Los que no tenían el hábito de hacerlo ya desde antes, empezaron a ver más con esos ojos que tenemos dentro, a observar el paso de sus pensamientos, es decir, el paso del tiempo.
Muchos murieron, otros conocieron un nuevo nivel de profundidad en el infierno en que vivían, los afortunados como yo fuimos al limbo de una rutina nebulosa en la que habitamos como gatos por un tiempo indefinido. Por meses y meses permanecimos en un estado de alerta anestesiado. La rutina fue nuestra salvación y nuestra perdición, ese tedio lento, con su lengua de lija limó nuestro calendario hasta borrarle las líneas. En nuestras casas comenzó a filtrarse el agua por el techo, así es que tiramos los relojes de manecillas y comenzamos a medir el tiempo con relojes de agua; cada hora caía una gota sobre nosotros y gota a gota nos volvimos lisos como piedras de río.
En ausencia de esos otros seres que nos delimitaban, nuestros contornos se difuminaron y se volvieron cada vez más imprecisos. El otro, que con su precencia nos advierte de nuestras fronteras, que con sus reacciones nos alimenta y con sus miradas nos cuestiona, ese otro se desvaneció para convertirse en el mejor de los casos en unas líneas de texto, un hilo de voz, una imagen pixeleada.
Así fue como nos vimos privados de las múltiples versiones que nos componían, para confrontarnos con una realidad plana y repetida como un charco reflejado en un espejo. La versión de mí que reía con las amigas en un café se perdió, también la versión de mí que bailaba bachatas en un salón de la ciudad, la versión de mí cocinando una cena para los amigos, la que viajaba en tranvía, la versión de mí que soñaba constantemente con subir en un avión y llegar volando a tantas partes; todas perdidas, partículas flotando como polvo suspendido en un halo de luz, partículas que no pertenecen, que no son, porque no son parte de nada.
Ya sé, que la introspección es el camino a la iluminación. Seguro que hay una moraleja en todo esto, pero la muy cabrona no se revelará hasta el final. Mientras tanto, la ciudad se me antoja un amante cansado (sí, amante en masculino) lleno de promesas incumplidas; el cielo, un cuadro de Monet colgado en la pared, y todo lo demás una isla flotante vista como un espejismo en un catalejo.