La princesa sin castillo

Ayer llegamos de un pequeño viaje por el sur de Francia que duró 10 días. Además de visitar a unos amigos que viven en Bayonna, nuestro objetivo principal era una vieja pero muy bien conservada ciudad amurallada llamada Carcassonne.

Curiosamente, conocimos Carcassonne por un juego de mesa del mismo nombre que nos dieron como regalo de bodas y que nos tiene fascinados por su original estructura y porque es de esos juegos que invitan a la imaginación, con el que uno se puede hacer su película entre dragones, hadas y condes.

A pesar de las grandes expectativas que teníamos sobre «La Cité de Carcassone» (como la llaman los franceses para diferenciarla del resto de la ciudad), estas fueron ampliamente cumplidas y superadas. Yo, particularmente me sentía como en un cuento. Claro que además del magnífico escenario ayudó la representación que tiene lugar dentro de las murallas: un torneo entre caballeros invitados por el Vizconde de Carcassone, con duelo de espadas, con lanzas a caballo y villano incluido, además de una exhibición de halcones, un águila real y una lechuza.

Al salir de «La Cité» después de un día de encanto estuve pensando ¿Qué tendrá la edad media que nos gusta tanto?, ¿por qué nos atraen con tanta fuerza las historias caballerescas? Y sé lo que están pensando pero no creo que la culpa sea solo de los cuentos de Disney, la atracción por esta época va más allá de la Cenicienta y la Bella Durmiente. Creo que tiene que ver con que resulta bastante atractiva la idea de vivir como reyes, con todo ese increíble despliegue de seguridad constituido por más o menos unos mil o dos mil guardaespaldas a nuestro servicio.

Pero la verdad de la verdad es que pocas veces se nos ocurre pensar que si viviéramos en la edad media muy probablemente no seríamos uno de esos cuatro agraciados que nacieron reyes, seguramente, y por una cuestión clara de estadística, nos tocaría ser uno de esos miles de campesinos, herreros o alfareros porque de esos sí había a montones.

La edad media era una cuestión de familias, de tres o cuatro familias que se tenían bien repartido el pastel, pero por alguna extraña razón los fanáticos de esta época siempre tendemos a pensar que nosotros perteneceríamos a alguna de ellas y no nos damos cuenta de que ya tendríamos suerte si sobreviviéramos a esa niñez de perros con muy pocos cuidados, a las miles de epidemias e invasiones que eran el pan de cada día y aún si llegáramos a nobles caballeros, siempre cabe la posibilidad de que nos atraviesen con una lanza a la primera de cambios.

Pero después de pensar en todo esto…. si tengo que decir la verdad, yo seguiré soñando con ser la princesa del castillo perdido, aunque tenga que cambiar la televisión por laudes y los pantalones por cortinas-vestido ceñidas a la cintura. Eso sí, nomás hasta las doce de la noche como la Cenicienta.

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