Cuando conozco a alguien que me habla de su abuela, inmediatamente me encuentro en una disposición favorable hacia esa persona. No lo puedo evitar. Es como si la gente que creció con sus abuelos tuviera ante mis ojos una especie de salvoconducto, un certificado de buena persona. Evidentemente no todos los abuelos son dulces y amorosos, los hay malvados, crueles, los hay indiferentes; pero la mía, ¡Ah mi abuela! Se llamaba Carmen y hace unos días se cumplieron años, no sé cuántos, demasiados años, de su muerte. Probablemente el día más triste de mi vida.
Hace un año le escribí este poema, hoy la recuerdo con él y como me dijo un sabio amigo, intento pensar en la parte de ella que vive en mí para no pensar en la parte de mí que murió con ella.
Abuelita Carmen
Carmín desteñido
Torre de los sueños
Árbol de muchas ramas y muchas hojas
donde anidaban los pájaros heridos.
Tus manos olorosas a pan
Y tu vestido a azahares del Naranjo-limo.
Contigo nunca tenía los pies fríos.
Contigo nunca las tristezas podían conmigo.
No había chocolate más dulce, ni leche más nutritiva
que la de tu presencia.
Abuela, dulce abuela
Alta como los vástagos del platanar;
tus largos brazos me abrazaban como sus hojas
y me cubrían.
Tus manos limpiaban frotando con alcohol todos mis males.
Tu voz me defendía de las injusticias del mundo y de sus fealdades.
Tus ojos claros me hablaban del infinito, De Dios,
y del abuelo que era «un santo».
Abuela que a todos dabas un pedacito de pan.
A los mendigos, a los niños, a los locos, a las palomas.
Abuela con tus venas gorditas que podía acariciar.
¡Que dios te tenga en un altar!
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