Soy una hedonista, los que me conocen lo saben de sobra. Por regla general elijo la opción más cómoda, la más sibarita; y nunca, o casi nunca cambio camino por vereda. Excepto por una honrosa excepción: Me encanta ir de camping.
Quizás por mi naturaleza citadina y mis inclinaciones «comodinas» (en palabras de mi abuela) alguna gente se sorprende cuando digo que acampar es un placer. Yo misma me sorprendí un día reflexionando en lo contradictorio de la situación y comencé a escribir este post para desentrañar el misterio. Quizás de paso pueda cambiar un poco la perspectiva de aquellos que piensan que ir de camping es un sufrimiento que prefieren ahorrarse en esta vida.
Los placeres del camping:
Primero está lo primero, quiero decir, lo primario. La transformación que sufrimos querámoslo o no, cuando entramos en contacto cercano y suficientemente prolongado con la naturaleza. La piel se nos cubre de polvo y cobramos conciencia de nuestro empaque, los ojos acostumbrados a las pantallas re-descubren su capacidad para ver de lejos, nuestros pies sienten las piedras, o el pasto, o la arena y recuerdan que alguna vez fueron como un segundo par de manos, nos lavamos la cara con agua fría (porque no queda de otra) y despertamos, bien despiertos, incluso antes del café matutino.
Luego está lo obvio. Las estrellas, los animales, el fuego, las montañas. Todo lo que no está a la vista cuando estamos en la ciudad. O bien, porque es inaccesible, o bien porque se nos vuelve invisible entre tantas otras cosas que nos rodean / acorralan.
¿Qué es aburrido? Sí, a veces. Pero el aburrimiento del camping es la mejor forma (y la única) de meditación que soy capaz de practicar. Los resultados, créanme, son sorprendentes.
La toma de conciencia es también un beneficio importante. Y no hablo ya de lo espiritual, como en el párrafo anterior, sino todo lo contrario. La toma de conciencia de nuestro ser carnal, de que somos un ente que produce, y tiene un impacto en su entorno. De pronto comienzas a notar que cada cosa que haces deja una huella. Que la mierda* (con perdón de su mercé) no desaparece al apretar un botón, que la pasta de dientes y el jabón que usamos tantas veces al día no se desintegran tampoco. Lo que produces y sobre todo, lo que desechas está allí mismo para recordarte que lo que haces en este mundo se queda en este mundo, en el mismo que habitas, y lo afecta y lo modifica. Así que como dicen en España: «tú mismo».
Por último está tú cuerpo, su naturaleza animal más básica, eso que llamamos instintos vitales que básicamente es lo que nos mantiene vivitos y coleando (aunque ya sin cola). Después de un par de días de camping tu cuerpo comienza a hablarte con más claridad: tengo frío, tengo hambre, tengo sueño. Y sobre todo, tú comienzas a escucharlo, porque estás lejos de la tiendita y del bar y de la cafetería, así es que no lo alimentas cuando no tiene hambre y también estás lejos de la televisión y la luz eléctrica así es que no lo mantienes funcionando horas extras como si fuera una gallina de criadero.
Finalmente después de una semana acampando, llega mi parte favorita. La vuelta a la civilización. Esa primera ducha de agua caliente a toda presión, ese café espumoso con un corazoncito de leche encima, las sábanas limpias y la almohada mullida. Se los dije desde el principio, soy una sibarita. La clave está creo, en el aumento del placer por contraste tras un periodo de abstinencia. Nunca he estado a dieta, pero he visto la película de «Chocolate», pues algo así como este señor…
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